Se enfadaron de una forma especial. De una manera que
solo pueden protagonizar dos vanidosos egos cargados de intelectualidad y
trascendencia. Lo hicieron después de unas críticas vertidas por el maestro que
el discípulo, en otra época ayudante de dirección, recogió como ataques
personales nunca digeridos. El mal como principio, la esperanza como reflexión.
El neorrealista subproletariado romano sonando en el hilo musical de dos
carreras paralelas que convivieron con una pelota que siempre botaba alrededor
de cualquier guión, de cualquier poesía, de los ensayos que escribían en
soledad y que luego discutían a cuatro manos sin perder jamás el recuerdo de
Bologna y Parma, insaciables magdalenas proustianas. El Comunale y el Tardini.
Así se comportaban Pier Paolo Pasolini y Bernardo Bertolucci, dos de los genios
escupidos por la posguerra italiana. Marxistas a su manera, trágicos, existencialistas
por necesidad. Futboleros. Se alzaban contra el sistema que los rodeaba de la
misma manera, con los mismos argumentos, y así intentaban también comprender el
mundo. No es casualidad que la Vespa de Nani Moretti terminara el primero de los tres capítulos de su maravilloso Caro
Diario en la luminosa y a la vez lúgubre playa de Ostia, a los pies de la
estatua que recuerda la muerte de Pier Paolo Pasolini, fallecido en
circunstancias todavía no aclaradas. ¿Artista extorsionado? ¿Sucio comunista?
¿Martirizado homosexual? No le importa a Moretti, que nunca había estado bajo
ese monumento, símbolo de la decadencia cultural en la que se sumió Italia tras
la desaparición de ese “autoritario wing”, como lo definió Gianni Brera, antes
de esa personalísima road movie que rodó en 1994 en homenaje al intelectual que
intentó estructurar el fútbol desde un punto de vista filosófico-deductivo.
Nada tuvo que ver con el calcio el distanciamiento vivido
entre Pasolini y Bertolucci, aunque las diferencias abiertas entre ambos en
cuanto a gustos futbolísticos eran más que notables. Mientras el primero era considerado
un estudioso del deporte, practicante con cierto nivel según crónicas y
revistas de la época, el segundo era el clásico hincha italiano. Bertolucci
vibró con el Parma de los años 90, con la llegada de Scala, Sacchi, Asprilla,
Brolin, Thuram y Dino Baggio. Amaba el Ennio Tardini (no tanto a aquel
maravilloso portero, más tarde campeón del Mundo, que lucía el sospechoso 88 en
su espalda), y allí, en peregrinación, llevó a Donald Sutherland mientras trataba
de convertirlo en Attila Mellanchini, el desagradable camisa negra que tanta
repugnancia provoca en Novecento. No fue afortunado el padre de Jack Bauer, que
llegó al circo parmesano en una muy mala época de los ‘crociati’, protagonistas
entonces de un interminable ejercicio de funambulismo que los sostenía entre la
Serie C y la Serie B. Mejor suerte corrió Pasolini. Antes de la Segunda Guerra
Mundial el Bologna era el gran equipo de Italia y también lo fue durante los años
50, década en la que comenzaba a plasmar sus extrañas (por marginales) ideas en
novelas, ensayos y poemas. Disfrutó de la insana y tensa final de Copa que los
rossoblú ganaron al Palermo en los penaltis en 1974, el último gran título de
los de Emilia-Romagna, logrado un año antes del más que probable asesinato del
intelectual que nació como escritor y murió como cineasta.
Pasolini tifaba al
Bologna con todos los extremismos que puede connotar el verbo ‘tifare’. Lo hacía
de una manera despreocupada, enfermiza en muchos casos. Visitaba a los
jugadores en los vestuarios para exponer sus puntos de vista sobre los cambios
que el juego estaba viviendo en Europa. Disertaba durante horas sobre aquella selección
húngara que en los años 50 dominaba un continente que trataba de recuperarse del
horror nazi. Escribía artículos, filosofaba sobre el que consideraba el único
deporte; su deporte. No en vano llegó a vislumbrar un futuro como extremo en el
calcio. Se acercó hasta la quemazón a las principales categorías del país y escriben
que fue un jugador preocupado casi en exclusividad por la estética. Con su amor
por el balón, clave en los descansos de todos y cada uno de sus rodajes, rompió
dos grandes axiomas de la intelectualidad italiana de entonces. Después de
Pasolini el fútbol sí podía ser considerado de izquierdas, y una vez superado
ese para él complejo histórico llegó a la conclusión de que el fútbol más bello
solo podía proyectarse desde un puto de vista marxista. Dividió el deporte rey
(pleonasmo en una Italia que se mueve alrededor de las tardes de domingo) entre
la poesía y la prosa. “Puede haber un fútbol como lenguaje fundamentalmente
prosístico y un fútbol como lenguaje fundamentalmente poético”, escribió para
tratar de explicar la final del Campeonato del Mundo de 1970 en la que se enfrentaron,
según su punto de vista, la prosa italiana y la poesía brasileña. Ganó Pelé, por
supuesto. “En un sentido puramente técnico, en México la poesía italiana ha
ganado a la prosa estetizante italiana”, sentenció más tarde.
Al mismo tiempo, mientras Pasolini jugaba al fútbol con la
parodia de esa semiótica que llenaba de desasosiego las universidades
italianas, y por contagio las del Mediterráneo, Bertolucci imaginaba Novecento,
la magna obra con la que iba a mostrar al mundo cien años de comunismo y
fascismo en Italia. La historia del siglo XX que comienza con la muerte de
Verdi y en la que Italia se vio representada en los rostros de Olmo, Attila y
Alfredo. Había comenzado su carrera Bertolucci como ayudante de dirección de
Pasolini en Accatone, la adaptación que el boloñés había dirigido de su propia
novela del mismo nombre. Ahí terminó la relación laboral entre ambos, ya que el
futbolero parmesano optó por comenzar su carrera en solitario y recoger la
herencia del perfecto neorrelismo italiano. Entre su primera película, La
comare secca, y Novecento habían pasado catorce años, los suficientes como para
abrirse una vanidosa fosa entre aquellos dos genios que exportaban una ‘marca
Italia’ muy diferente a la que hubiera gustado en Roma.
Competían en arte y en filosofía. En metáforas y en planos
secuencias. En el blanco y negro y en el color. En la modernidad y el
clasicismo. Competían en todas y cada una de las facetas de la vida. Hasta el
Bologna y el Parma mantienen una larga tradición de partidos complicados para
árbitros y aficionados. Sin embargo, en el exterior, en el mundo de los grandes
titulares y los medios de comunicación no italianos, su obra era muchas veces
confundida. Esto enervaba a Pasolini, que comenzó a utilizar su afilada pluma
como arma de destrucción masiva. En mayoría, sus críticas hacia Bertolucci
fueron irónicas o satíricas, nunca demasiado dañinas, al menos en la primera
lectura. Entre líneas había cierto rencor hacia el que seguía considerando su
discípulo. Además, había oído hablar de Novecento, le llegaban noticias del
rodaje en la Toscana. Sabía que Bertolucci estaba produciendo una obra maestra;
se sentía frustrado.
Considerados como parte de la misma generación, Italia
necesitaba que aquellos dos grandes cineastas limaran unas diferencias que
hacía meses habían llegado a los extremos. Bertolucci rodaba Novecento.
Pasolini dirigía Saló. La cita fue en Parma, con lo que Bertolucci jugó como
local, y allí estuvo presente La Gazzetta di Parma para contar todo cuanto
aconteciera. “Novecento 5 – Saló 2” fue el titular del periódico al día
siguiente. Un día antes, el 16 de marzo de 1975, el día del 34º cumpleaños de
Bertolucci, ocho meses antes de la muerte de Pasolini, se enfrentaron en un
campo anexo al Ennio Tardini, hogar del Parma B, los equipos de rodaje de
Novecento y Saló. Pasolini, que bautizó el choque como “el partido de los
diletantes”, lucía el brazalete de capitán, y cuenta el cronista que abandonó
el terreno de juego enfurecido ante la escasa consideración que mostraron sus
compañeros de escuadra por su fútbol. Más irreal es el relato de Bertolucci,
para quien aquel encuentro terminó con el resultado de 19-13, aunque el
director de El último emperador coincide con el periodista en que Pasolini
abandonó el terreno de juego de muy malas maneras.
No se cumplieron objetivos aquella tarde. No sirvió aquel partido para renovar las buenas relaciones profesionales y laborales que buscaban los dos directores. Sí hubo, más tarde, ligeros acercamientos entre ambos, conversaciones efímeras, cartas que tardaban semanas en ser respondidas. Pasolini falleció en Ostia el 2 de noviembre de 1975, con lo que Saló, que perdió sobre el césped ante Novecento, fue su última película. Se perdió a Kolyvanov, Signori y a Roberto Baggio, y aunque consideraba el baloncesto un deporte de las élites y para las élites, le hubiera gustado ver las dos victorias logradas enla Copa de Europa por la Virtus de su adorada y roja Bologna.